Universidades. Instituciones de enseñanza y garantía de libertad de expresión

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En un momento en el que las universidades están en entredicho, por no decir más que cuestionadas, por los recientes casos que han visto la luz y han salido a la palestra de la opinión pública, me gustaría recordar en voz alta que la “universidad”, según la RAE, es aquella “institución de enseñanza superior que comprende diversas facultades y que confiere los grados académicos correspondientes”. Ni que decir tiene que a esta institución se le supone un halo de prestigio y honestidad en los que yo aún creo.

En este artículo me gustaría hablar de la figura de Robert Zimmer, filósofo y ensayista alemán que, en la actualidad, desempeña el cargo de rector de una de las universidades más prestigiosas del mundo: la Universidad de Chicago, desde 2006.

Hace algunos años en China y, tras una conferencia, durante la ronda de preguntas del público, le preguntaron a Zimmer por qué se asociaba la Universidad de Chicago con tantos ganadores del Premio Nobel (noventa en total). Zimmer contestó que la clave estaba en una cultura de campus comprometida con “el debate, la argumentación y la falta de condescendencia”. Tras la visita a este país, el propio Zimmer reflexionaba señalando una tendencia actual preocupante: mientras que los académicos chinos están avanzando muchísimo en cuanto a “introducir un debate más argumentativo y menos complaciente en la formación”, sus homólogos estadounidenses están avanzando “en dirección contraria” y, mucho me temo, lo mismo está ocurriendo en toda Europa. Y, no debemos olvidar que, “según sea el devenir de las universidades, éste termina siendo el destino de las naciones”.

La Universidad de Chicago siempre ha tendido a ir por libre en relación a lo que hicieran las demás instituciones de educación superior norteamericanas: abandonó voluntariamente la Conferencia deportiva del Big Ten y presume de ser una institución que no admite a ningún estudiante que pretenda acudir a su universidad en busca de diversión. El año pasado volvió a ir por libre cuando Jay Ellison, el decano de estudiantes, envió una carta a los alumnos/as de primer año para hacerles saber la posición del centro en relación a los conflictos culturales en el campus sobre lo “políticamente correcto”.

    “Tenemos un compromiso con la libertad académica”, escribió. “Eso significa que no apoyamos los avisos de contenido sensible o trigger warnings, que no cancelamos a un invitado su ponencia porque el tema pueda resultar polémico y que no aprobamos la creación de espacios seguros intelectuales en los que los individuos puedan refugiarse de aquellas ideas y perspectivas que no coincidan con las suyas”.

Esa carta no dejó indiferente a nadie y despertó el interés y las reacciones de todo el país, desde las alabanzas de la derecha a las objeciones de la izquierda. Pero las bases intelectuales de esta iniciativa se habían establecido mucho antes, con un informe sobre la libertad de expresión redactado en 2015 por un comité de profesores/as organizado por el propio Zimmer. Una de las manifestaciones más relevantes de este comité fue que “el objetivo de la educación es hacer que las personas piensen, no protegerlas de las situaciones incómodas”. Como podréis haceros una idea, esta “libertad de expresión” nada tiene que ver con quemar públicamente la foto de nadie o injuriar los símbolos de un país sin ninguna impunidad, educación ni civismo.

Según palabras del comité, “la preocupación por el civismo y el respeto mutuo no puede usarse nunca como justificación para bloquear el intercambio de ideas, sin perjuicio de lo ofensivas o contrarias a sus propios principios que esas ideas puedan resultarle a algunos miembros de nuestra comunidad”.

Controvertidas palabras en una época en la que el profesorado de todos los niveles vive con miedo a ofender a sus propios alumnos/as y a las reacciones de sus progenitores, que lo critican todo, tratando de coartar esa “libertad de cátedra”, haciendo un flaco favor a sus hijos/as y, por supuesto, no predicando luego con el ejemplo. Pero también son palabras necesarias. Y no es porque las universidades tengan que ser las guardianas más leales de la libertad de expresión, sino que se debe, más bien, al hecho de que “la libertad de expresión es lo que hace posible la excelencia educativa”.

También es función de la libertad de expresión permitir a la gente decir estupideces, o lo que mejor le venga en gana, de tal forma que, mediante el proceso de cuestionarlas, de ponerlas en duda y de revisarlas, se concluya diciendo cosas más inteligentes.

Si no tienes libertad para hablar, no tardarás en perder la facultad de pensar o la habilidad para hacerlo con claridad. Tus ideas se basarán en un montón de suposiciones que nunca te habrás molestado en analizar y, en consecuencia, quizás no seas capaz de defenderlas frente a una oposición radical. Serás incapaz de plantear una idea original y creativa por miedo a que se tache de ofensiva.

Esto es lo fundamental de la defensa que hace Zimmer de la libertad de expresión. No es porque sea necesaria para la democracia, sino porque es lo que nos salva de la mediocridad intelectual y la sumisión social. Durante una intervención, en Julio de 2017, abordó la cuestión de que un discurso auténticamente libre y sin censuras pudiera poner barreras a la causa de la “inclusión” al arriesgarse a molestar a algunos miembros de la comunidad.

“La inclusión ¿en qué?”, se preguntó Zimmer. “¿En una formación inferior y más conformista? ¿Una que no logre preparar a los estudiantes para que hagan frente al desafío de ideas discordantes y sean capaces de evaluar sus propias suposiciones? ¿En un mundo en el que sus sentimientos se antepongan a la necesidad de enfrentarse a determinadas cuestiones?”.

Éstas no son el tipo de preguntas trascendentales que hacen remover las bases de la sociedad. Pero sí son preguntas clave, que ponen al descubierto hasta qué punto los protocolos actuales de lo políticamente correcto imperantes en la educación superior están engañando a los universitarios/as a los que, supuestamente, deberían beneficiar.

Los rectores universitarios no se están formulando este tipo de preguntas o, al menos, no lo están haciendo pública e insistentemente. Y, sin embargo, la perspectiva actual, es la de que no pasa nada malo, que los recelos frente a la censura están infundados, que siempre habrá maneras creativas de respetar la libertad de expresión sin dejar de mostrar sensibilidad ante todo tipo de sensibilidades: un equilibrio tan extraordinario que ningún estudiante podrá nunca sentirse insultado y ninguna administración tendrá que tomar partido jamás.

Si no dejamos atrás estas ideas demagógicas y defendemos activamente la libertad de expresión, pero de manera correcta y cívica, sin ser nunca ofensiva ante nada ni nadie, ésta se degradará con rapidez.

Referencias bibliográficas

Ignacio Manuel Ferreras Vidal

 

 

 

 

 

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