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Introducción
Hay preguntas que se nos presentan a los docentes y que no siempre tienen espacio en nuestras programaciones. Una de ellas es: ¿cómo logramos que el aula sea también un lugar donde predomine el bienestar y sea seguro? La respuesta no es fácil de hallar, pero sí hay una certeza: educar para convivir ya no es una opción. Es una necesidad.
En un contexto como el actual, marcado por tensiones sociales permanentes, la polarización en las redes sociales y el incremento de los problemas de salud mental entre los adolescentes, la escuela adquiere un papel fundamental. No solo para enseñar Matemáticas, Lengua, Educación Física o Historia, sino para formar personas capaces de escucharse, respetarse y, sobre todo, cuidarse. En este marco, la convivencia en el aula deja de ser un tema menor para situarse en el centro del proceso educativo.
No se trata solo de evitar el conflicto, sino de generar un ambiente donde cada estudiante sienta que puede ser quien es. Y esto solo es posible cuando trabajamos no solo lo cognitivo, sino también lo emocional. Porque el aprendizaje, como ya conocemos, no se da si hay miedo, ansiedad o desconexión.
Este artículo propone recorrer un camino que muchos docentes ya hemos iniciado: incorporar la educación emocional como base para una convivencia más sana, más consciente y más humana. Porque en definitiva, si educar es transformar, esa transformación debe empezar por el modo en que habitamos el aula cada día.
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La convivencia y emoción en el aula
Cuando hablamos de convivencia, no hablamos de normas rígidas ni de castigos ejemplares. Hablamos de relaciones. De hecho, la convivencia escolar se entiende como el conjunto de relaciones, interacciones y conductas que se dan entre los diversos miembros de la comunidad educativa, constituyéndose en un elemento clave para fomentar relaciones interpersonales positivas (Fierro-Evans et al., 2019), lo cual repercute directamente en el bienestar del alumnado (Corominas, 2022). En esta línea, Ortega (1998) destaca que la convivencia escolar no puede entenderse solo como ausencia de conflictos. Para él es un entramado dinámico de relaciones que permite aprender a vivir con los demás en un clima de respeto. Por tanto, la convivencia escolar habla de cómo nos tratamos, de cómo construimos diariamente un espacio común en el que todos podemos estar, aprender y, sobre todo, crecer.

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Para Verónica Alarcón, psicóloga y orientadora, la convivencia positiva se apoya en tres pilares: lo normativo, lo relacional y lo emocional. Alarcón, en una entrevista que nos ha concedido, comenta que “es necesario establecer límites claros y compartidos” (normas). Añade que también “hay que cuidar los vínculos” (las relaciones). Y, por último, la psicóloga asegura que “también hay que reconocer lo que sentimos y cómo lo gestionamos” (las emociones). Por tanto, “no se trata de imponer disciplina desde fuera, sino de construir responsabilidad desde dentro. Porque una norma solo cobra sentido si se entiende, se comparte y se siente justa”, apostilla.
Si nos fijamos en el aspecto emocional, como bien plantea Rafael Bisquerra (2011), educar emocionalmente es enseñar a vivir. Las competencias emocionales —conciencia de lo que sentimos, autorregulación, empatía, habilidades sociales— no son añadidos, sino parte esencial de cualquier aprendizaje. Sin ellas, el conocimiento se desdibuja y la convivencia se resiente. Como señala Goleman (1998), la competencia emocional constituye una metaeducación, pues afecta a la capacidad de utilizar el saber con eficacia, es decir, las habilidades emocionales son una base imprescindible para poner en práctica lo que aprendemos de manera útil y consciente.
Por tanto, la educación emocional no se limita a una asignatura ni a una actividad puntual. Es un enfoque transversal y atraviesa toda la vida escolar. Cuando enseñamos a nombrar una emoción, a pedir ayuda, a resolver un conflicto sin herir, estamos sembrando cultura de paz. Y eso, a largo plazo, es mucho más efectivo que cualquier medida punitiva, pues transforma la convivencia desde la raíz.
Pero fijémonos en el rol del profesorado como figura reguladora y emocionalmente competente. Tengamos presente, como apunta la psicóloga Verónica Alarcón, que “los docentes no somos terapeutas, pero sí modelos emocionales”, es decir, “el modo en que gestionamos nuestras propias frustraciones, cómo damos una indicación o cómo respondemos ante una falta de respeto, educa más que muchas lecciones”. Por tanto, un profesorado emocionalmente competente no es perfecto, pero sí consciente. Es, como dice la psicóloga, “capaz de reflexionar sobre lo que siente, de pedir disculpas si se equivoca y de crear espacios seguros donde el alumnado pueda expresarse sin miedo”.
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Estrategias docentes para educar desde la emoción
Educar desde la emoción no requiere, en principio, de grandes recursos, sino intención y constancia. Una asamblea de cinco minutos al comenzar la mañana, una «rueda de emociones» antes de una evaluación, o un diario donde escribir lo que nos preocupa pueden marcar la diferencia. También ayudan las dinámicas de cohesión: juegos cooperativos, pequeños rituales de despedida o actividades que fomenten la escucha entre iguales. Y por supuesto, el lenguaje importa: cambiar el «cállate» por un «te escucho cuando termines» transforma no solo el clima, sino la relación.
En este sentido, la tutoría es el corazón emocional del aula. No basta con rellenar informes: necesitamos espacios reales de diálogo. Círculos restaurativos, tutorías entre iguales o espacios de resolución de conflictos pueden convertirse en auténticas herramientas de transformación. En momentos de tensión, también es clave enseñar técnicas de autorregulación: respirar profundo, contar hasta diez, salir al patio unos minutos. Son pequeños gestos, pero enseñan algo grande: que es posible gestionar lo que sentimos sin dañar.
En algunos centros, a través de la Red Andaluza Escuela Espacio de Paz, se ha creado la figura del “alumno mediador”, formando a chicos y chicas para acompañar conflictos entre iguales, lo cual ayuda a que bajen, por lo general, los partes disciplinarios y aumente el compromiso del alumnado. En este sentido, la mediación es una vía de diálogo y entendimiento que favorece relaciones más sanas y facilita la resolución constructiva de los conflictos. Parte de una visión positiva del conflicto y se apoya en la comunicación abierta, la empatía y la escucha activa (Torrego, 2013).

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Del mismo modo, a las tutorías semanales podemos incorporar dinámicas emocionales sencillas, como el “semáforo de los sentimientos”, que ayuda a identificar, regular y expresar las emociones y ofrece mayor cohesión grupal y menos conflictos cotidianos. Daniel Carmona, tutor y profesor de 1º ESO, pone en marcha estrategias como las que se han citado y asevera que “cuando el alumnado se siente escuchado, responde de manera positiva”. Para él, “es fundamental la escucha activa, que es la base de cualquier actividad que se desarrolle en tutoría”.
Este docente tiene claro que “hay que dar contenido en el aula, el tiempo escasea y no siempre tenemos la formación que quisiéramos”. Pero también es cierto, insiste, que “cada día, en cada aula, tenemos oportunidades pequeñas para educar emocionalmente: una mirada que acoge, una pregunta que conecta, un gesto que calma. El reto es no dejarlo en lo anecdótico”. Por ello, Carmona reivindica que la educación emocional no debe ser algo que «se hace si da tiempo», sino una parte estructural de la práctica docente. “Para eso, se necesita apoyo institucional, formación específica y, sobre todo, creer en su valor. Porque cuando el aula se convierte en un lugar donde uno puede ser, sentir y aprender con otros, todo lo demás —los contenidos, las competencias, los resultados— viene de la mano”, apostilla Carmona.
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Conclusiones
Convivir no se enseña, se vive. Y se aprende cada día, entre mochilas, recreos y conversaciones improvisadas. Apostar por una educación emocional es apostar por una escuela más humana, donde el aprendizaje tenga sentido porque se da en un entorno seguro y respetuoso.
Como docentes, tenemos la posibilidad y también la responsabilidad de sembrar otra forma de estar en el mundo. Estas son algunas líneas de acción que podemos empezar a recorrer:
- Incluir la dimensión emocional en nuestras programaciones y evaluaciones.
- Crear tiempos y espacios reales para la tutoría y la escucha.
- Formarnos (y formar) en competencias emocionales.
- Recordar que enseñar también es cuidar.
Educar para convivir desde la emoción no es un lujo pedagógico: es una necesidad que urge llevar a cabo. Y aunque el camino tenga obstáculos, el resultado merece la pena.
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Referencias bibliográficas
- Bisquerra, R. (2011). Educación emocional y bienestar. Barcelona: Praxis.
- Corominas, M. (2022). The Relevance of School Coexistence Free of Peer Violence in Relation to Children’s Subjective Well-Being: An Essay Article. Childhood Vulnerability Journal, 4(1), 51–63. https://doi.org/10.1007/%20s41255-021-00022-3
- Fierro-Evans, C., Carbajal-Padilla, P., Fierro-Evans, C., y Carbajal-Padilla, P. (2019). Convivencia Escolar: Una revisión del concepto. Psicoperspectivas, 18(1), 9–27. https://doi.org/10.5027/psicoperspectivas-vol18-issue1-fulltext-1486
- Goleman, D. (1998). Inteligencia emocional. Barcelona: Kairós.
- Ortega, R. (1998). Convivencia escolar: qué es y cómo abordarla. Sevilla: Consejería de Educación y Ciencia.
- Torrego, J. C. y Torrego, J.C. (2013). Mediación de conflictos en instituciones educativas: manual para la Formación de Mediadores. Madrid: Narcea.
Imágenes
- Imagen 1: TheoRivierenlaan: https://pixabay.com/es/photos/entrenamiento-clase-en-el-aula-2526903/
- Imagen 2: RDNE Stock project: https://www.pexels.com/es-es/foto/cuaderno-nina-colegio-escuela-6936506/
Ivan Guillén Cano