Desde el nacimiento todos los seres humanos poseemos una capacidad de empatía, que está desarrollada en mayor o menor grado, y durante los primeros meses de vida, el niño comienza a descubrir las emociones de los demás, gracias al primer vínculo que establece con sus figuras de apego. Los padres y los maestros tienen una influencia determinante en el desarrollo de empatía del niño, ya que ésta evoluciona en función de la educación que recibe de la familia y de la escuela.
La empatía permite a los niños romper con el egocentrismo tan marcado en la infancia, y para que se produzca un buen desarrollo de la empatía se deben trabajar los siguientes aspectos: la sensibilidad, la capacidad de escucha, el pensamiento flexible, la tolerancia, las habilidades comunicativas, la bondad y el asertividad.
La profesión docente implica numerosas relaciones interpersonales con el alumnado, con las familias de estos y con los compañeros y trabajadores del centro. Conocer la mejor forma de comunicarnos y expresar lo que pensamos sin agresividad ni pasividad, es un seguro para evitar conflictos y discusiones indeseadas. La asertividad no permitirá expresarnos respetando a los demás y conseguir que nuestras opiniones y deseos se escuchen. No se trata de que todas nuestras ideas sean aceptadas, sino de que seamos escuchados sin que el interlocutor se sienta amenazado o agredido.
Las personas somos seres sociales y necesitamos de los demás para crecer y desarrollarnos. Es aquí donde la inteligencia emocional y, más concretamente, la educación emocionalmente inteligente juega un papel importantísimo en el desarrollo de los niños y adolescentes. Entender términos como habilidades sociales, asertividad y competencia social es de gran importancia si queremos formar alumnos emocionalmente competentes y crear un buen ambiente educativo. En este sentido, ser profesores y educadores emocionalmente inteligentes es vital.